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El misterio indescifrable de la vida en pareja


Rosa Montero en el País Dominical (20/06/2002).


Tengo unos amigos que son matrimonio y que llevan como diez años separándose. Cada vez que les ves te cuentan que las cosas ya no pueden ir peor, que no se soportan y que de ésta sí que sí. Pero luego siempre es que no y que no. Refunfuñan, se hieren verbalmente, se pelean en público y son un constante embarazo para quienes tienen que presenciar sus escaramuzas, pero siguen y siguen adelante, juntos y feroces, mientras las demás parejas bien avenidas que hay alrededor se van deshaciendo como cubitos de hielo. En medio de los divorcios de los demás, ellos perduran en su eterno trance de separación, firmes como una roca. A menudo, el daño es un lazo más fuerte que el amor.


Cuando les veo seguir juntos con su mala vida me viene a la memoria ese matrimonio italiano que fue canonizado hace pocos meses por el Vaticano. Luigi y María Beltrane Quattrocchi se casaron en 1905 y permanecieron unidos 47 años. Tras los veinte primeros, y ya con cuatro hijos en su haber, decidieron no volver a fornicar y dedicarse a la contemplación de Dios. Siguieron viviendo juntos, pero sin tocarse durante el resto de sus vidas, una penuria sexual por la que han ganado la santidad. En el mundo debe de haber millones de matrimonio como ellos, parejas que después de veinte años de casados no vuelven a tocarse nunca más, y no creo que se les haya pasado jamás por la cabeza que ese desastre matrimonial sea una proeza de la que uno pueda alardear. Desde luego, la Iglesia católica es una institución de costumbres curiosas.


Los que no creemos en ese truco vaticano que convierte el fracaso personal en beatitud no tenemos más remedio que negociar a pecho descubierto con la ruina de la rutina conyugal. Ya se sabe que el amor eterno dura como dos años, y a partir de ahí hay que empezar a acostumbrarse a la convivencia, que tiene poco que ver con la pasión y mucho con una sociedad de intereses compartidos. La familia tradicional y machista duraba mucho más no sólo porque el divorcio no existía, sino también porque la mujer dependía de los ingresos del marido. El trabajo del hombre era, por tanto, la actividad principal de esa sociedad comercial que era el matrimonio. Y también los intereses económicos pueden unir más que el amor.


Es obvio que la pareja tradicional no resulta deseable, primero porque se cimentaba en la discriminación de la mujer; pero también porque todos, ellos y ellas, solían aguantar hasta lo verdaderamente inaguantable. Aunque el matrimonio hubiera salido fatal, esposos y esposas soportaban su situación como algo irremediable, como una enfermedad incurable o una pena de cárcel. Con su pasividad y su aceptación se destrozaban la vida. El problema es que ahora nos hemos ido justamente al lado contrario. Ahora no aguantamos lo que se dice nada, y las parejas se deshacen como volutas de humo en aire caliente. Y es que la cotidianidad empaña el brillo de las cosas, lo cual significa que para construir una convivencia no hay más remedio que aguantar bastante. La cuestión consiste en encontrar el equilibrio adecuado a cada cual. Ni soportarlo todo ni rajarse al primer inconveniente.


Mis amigos, los que llevan diez años rompiendo, son unos pelmazos verdaderos. Aburren con sus broncas cuando están juntos y con sus retahílas de agravios por separado. Pero como siguen ahí, empeñados en fastidiarse mutuamente, empiezo a suponer que la cosa les gusta. He conocido otras parejas, en cambio, que alardean de compenetración y entusiasmo amoroso; siempre van pegados los unos a los otros y se dicen lindezas, cariño por aquí, corazón por allá. Pues bien, he observado que este tipo de cónyuges tiende a divorciarse de manera explosiva, protagonizando las separaciones más venenosas y fulminantes que jamás he visto.


Y es que, en realidad, la convivencia es un misterio aún más grande que el del origen del universo, porque por lo menos para este último tenemos la teoría del Big Bang, mientras que el intríngulis de la vida en pareja es un enigma completo. Allá cada cual, pues, con sus maneras de encontrar el equilibrio. Por eso no termino de entender que la Iglesia valore más la frustración sexual del matrimonio que, por ejemplo, la bronca perenne de mis amigos. Precarios y lastimosos como somos los humanos, nos las apañamos como podemos.



 
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