Rosa Montero en el País Dominical (Domingo 31 de marzo de 2002).
Me conmueve la historia de ese cura que se casó en Perú con una ex monja: creo que son unos pardillos. Unos inocentes sentimentales, a pesar de rondar los cuarenta años. Pero, claro, siendo como eran cura y monja, los pobres debían de tener poquísima experiencia en ese campo. Por eso el espejismo de la pasión les ha fulminado. Porque ya se sabe que el amor pasión es un invento, un producto de nuestra imaginación. En realidad al amar apasionadamente no queremos al otro, sino que le usamos como una percha de la que colgar nuestra necesidad de amar. Lo que ama el individuo es la sensación de estar enamorado, que es como un subidón de la droga más fuerte, un jeringazo de la heroína hincado directamente en el corazón. Como decía san Agustín, los apasionados amamos el amor.
Ahora bien, como toda droga poderosa, puede llegar a ser muy dañina. De entrada, puesto que es una mentira, la pasión está condenada a la frustración. O bien no se logra, y en ese caso te puede durar eternamente, pero, eso sí, siempre sufriendo como un perro, o bien, si es correspondida, termina por deshacerse, porque la realidad corroe el sueño de la pasión como si fuera un ácido. Y ahí, cuando el espejismo pasional se quiebra, es cuando uno se juega el futuro; si tienes suerte y capacidad sentimental, tal vez puedas reconvertir esa pasión en otra cosa, en un amor cómplice y desde luego heroico, porque se precisa un coraje épico para sobrevivir a la rutina de los sentimientos y a la aplastante cotidianeidad. Ese amor pequeñito que se pelea cada día es un logro inmenso, pero hay personas muy apasionadas que son incapaces de prescindir de su dosis de droga. Y así, cuando la realidad les rompe el romance, se buscan otro para recomenzar el ciclo. Desgraciado aquel que nunca conozca la pasión, porque es uno de los grandes sueños de la humanidad y los humanos somos sobre todo nuestros sueños. Pero desgraciado también aquel que sólo conozca la pasión, porque entonces estará condenado a repetir una y otra vez el fogonazo frustrante de la misma mentira.
Embriagadora y enajenante, la pasión te puede destruir, sobre todo si eres inocente, si todavía ignoras que es un terremoto que se acaba. Recuerdo una hermosa película de Louis Malle, Herida, que descuartizaba con pericia de forense una historia pasional. El protagonista, Jeremy Irons, es un diputado conservador británico: muy controlado, muy convencional. Y de repente, en mitad de su vida, se le cruza la novia de su hijo y pierde por completo la cabeza. Su matrimonio se rompe, su carrera se hunde, su hijo se suicida, su vida se derrumba. Al final está viviendo en un país lejano, solo y miserable, y un día ve a lo lejos, en un aeropuerto, a la muchacha que fue el origen de su desgracia. «Parecía una mujer exactamente igual a todas las demás», dice Irons con una sencillez aterradora. Y es que su personaje no se perdió por una chica real, sino por un ensueño delirante. Algo así, en fin, veo en la historia del cura y de la monja: la candidez con la que se han sumergido en su amor; sin importarles el escándalo y las burlas. Espero que no acaben como el protagonista de Malle, pero no puedo evitar pensar que la unión de la ignorancia sentimental y la pasión extrema suele ir acompañada de dolores.
Cabría preguntarse qué tiene la pasión para que los humanos nos enredemos una y otra vez en ella, para que necesitemos hundirnos en su locura. La pasión es siempre fusional: cuando amamos a alguien ansiamos fundirnos con él o con ella, desaparecer como individuos aislados y llenarnos del otro. La pasión, pues, rompe el penoso encierro de nuestra individualidad y, al sacarnos de los límites de nosotros mismos, nos saca de nuestra propia muerte, que siempre es individual. La pasión amorosa es como un impulso místico, nos une con el todo. Es una poderosa vía de trascendencia. Por eso creo que, cuanto más individualista es una sociedad, más necesitamos la pasión. No es casual que el romanticismo, con su reivindicación del frenesí amoroso, surgiera a principios del siglo XIX, cuando el triunfo de la industrialización atomizaba la sociedad con un individualismo nunca antes conocido. Hoy en día, tan solos y tan separados unos de otros, tan encerrados en nosotros mismos, seguimos necesitando desesperadamente enamorarnos. Porque es un veneno, sí, pero muy hermoso.