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ALMUDENA GRANDES

La diversión de Arsenio


El Pais Semanal (10/07/2005)


En la misma puerta de Urgencias, mientras le ponían a su mujer una vía en el brazo, el padre de Junior dijo: me parece que me voy a desmayar. No se desmayó, pero rompió a sudar y se puso blanco, aunque su hijo no le hizo mucho caso. Bastante tenía con que a su madre la hubiera atropellado una camioneta. Así que Pascual padre se salió fuera para sentarse en un banco, y Pascual hijo, con trece años muy incentivados por su inteligencia, el hábito de pensar, esperó como un hombre a que los médicos salieran a decir algo.


–No ha sido nada grave, algunos huesos rotos. La vamos a tener aquí una temporada, para hacerle pruebas, pero estamos muy tranquilos… Y tu padre –la doctora miró a su alrededor con extrañeza–. ¿No había venido?


–Sí, pero está ahí fuera. Es que al ver la sangre se marea.


Mira, Pascual, le dijo la accidentada a su marido, es mejor que te dediques al bar, que allí no puede sustituirte nadie, y que Junior se quede conmigo. A él no le importa, ¿a que no, hijo?, y además, como le gusta tanto leer… Él afirmó con vehemencia. Ya se había acabado el curso, y era verdad que le gustaba mucho leer, y también que prefería pasarse el día en el hospital, al lado de su madre, que en la cocina del bar, lavando vasos. Pero ni su madre ni él podían contar con los hábitos de su compañera de habitación, una mujer muy simpática, pero tan aficionada a charlar que no callaba ni siquiera mientras veía los programas del corazón que tenía enchufados todo el santo día.


–Vete a leer ahí fuera un rato, hijo –le decía a Junior su madre cada dos por tres–, que voy a ver si me duermo un poco…


Y mientras ella se hacía la dormida para descansar de la conversación, él iba a sentarse en la sala de espera, en las sillas del vestíbulo de los ascensores, o en cualquier lugar pasablemente tranquilo, silencioso. Ahí fue donde lo volvió a ver.


Era un hombre muy mayor, que andaba arrastrando los pies, enfundados en unas zapatillas de lana a cuadros, de las de estar en casa, con una botella pequeña de agua mineral en una mano. Junior lo reconoció enseguida, porque el día del ingreso de su madre le vio vestido igual que ahora, con el pijama azul del hospital debajo de una americana vieja, y la misma botella, las mismas zapatillas. Aquella tarde estaba en el pasillo, hablando con un médico que intentaba convencerle de que no podía seguir más tiempo ingresado porque no le pasaba nada. Así que le habían dado el alta unos días antes, y, sin embargo, allí seguía, sentándose a ratos en la sala de espera, a ratos en el vestíbulo de los ascensores, y saludando a los enfermos por su nombre.


Habrá venido a ver a alguien, pensó Junior, pero entonces estaría en una habitación, y no dando vueltas por ahí. El misterio le entretuvo un par de días, en los que observó, además, que aquel hombre ponía mucho cuidado en esquivar a determinados médicos, algunas enfermeras, porque no había otra razón para explicar que, de vez en cuando, se acordara de correr y se encerrara en el baño. Por fin, cuando reunió todas las piezas del rompecabezas y ninguna fórmula para resolverlo, se acercó a él.


–Perdone –le dijo–, pero… Verá, es que llevo varios días viéndole, y no entiendo… ¿Tiene usted a alguien ingresado? –el hombre negó con la cabeza–. Entonces le estarán haciendo pruebas o algo, ¿no?, pero como anda siempre por aquí… –volvió a mirarle, con los ojos líquidos, una expresión de temor tan transparente que Junior no halló ninguna dificultad en descifrarla–. Yo no soy ningún chivato, ¿sabe? Si no quiere, no hace falta que me cuente nada.


El anciano le miró, le estudió durante un minuto, tal vez más. Luego pareció relajarse, sonrió al chico, le dio la mano.


–Me llamo Arsenio, y no debería estar aquí –confesó en un murmullo–. Estuve ingresado dos semanas, y dicen que ya estoy bien. Pero no estoy bien… Vivo en un sitio horrible, residencia lo llaman, y no es más que un piso destartalado, dormimos cinco en una habitación pequeña, y hace muchísimo calor, y me aburro… Allí no tengo amigos, nadie con quien hablar, sólo viejos que se están muriendo… Aquí conozco a mucha gente, y hay aire acondicionado, se está fresquito, y pasan cosas, se entretiene uno. Por eso vengo todos los días. No debería hacerlo, pero tengo las tarjetas que me dieron cuando me ingresaron. Están nuevecitas, porque nunca viene a verme nadie, así que… ¿Me guardarás el secreto?


–Claro –y Junior sintió que le picaban los ojos, un grumo indescifrable en la garganta–. Claro.


Sacado de http://www.elpais.es/articulo.html?d_date=&xref=20050710elpepspor_10&type=Tes&anchor=elpepspor


 
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