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La cortesía de los erizos


JAVIER CERCAS

EL PAIS SEMANAL – 05–06–2005


Ensayar a estas alturas una vindicación de la cortesía sólo puede parecer una provocación, una excentricidad o un anacronismo. Es evidente, por tanto, que el ejercicio no debe carecer por completo de interés, siempre y cuando no se incurra en la estupidez de confundir la cortesía con –digamos– el remilgo que obligaba a las señoritas de antes (o de ahora) a tomar café con el meñique erguido, o a evitar la hermosa y rotunda palabra “culo” usando la palabra “pompis”, que es con diferencia, como detectó hace años Ferlosio, la más cursi del castellano. También hay que evitar la jeremiada, tan extendida entre los memos, de creer que antes la gente era cortés –o noble, o veraz, o valiente– y ahora, “en esta época de crisis”, todo el mundo ha dejado de serlo; no: la cortesía nunca ha sido una virtud común –como nunca lo han sido la valentía, la veracidad o la nobleza–, ni siquiera en las cortes de los nobles, donde siempre se ha llamado cortesía al arte servil de romperse el espinazo a golpe de reverencias, y nobleza, al arte caradura de vivir como una reina siendo un zángano. Y en cuanto a lo de la crisis, bueno, ésa es la mayor memez de todas: desde que Eva probó la manzana y se produjo la crisis del Paraíso, el mundo no ha dejado de estar en crisis, porque vivir es estar en crisis y quien no está en crisis está muerto.
¿De qué hablamos entonces cuando hablamos de cortesía? La primera acepción que recoge el Diccionario de la Academia incluye alguna pista: “Demostración o acto con que se manifiesta la atención, respeto o afecto que tiene una persona a otra”. Retengan las palabras atención y afecto; menos –es casi redundante– la palabra respeto. He leído en algún apunte de Schopenhauer (o quizá lo he soñado) que hay dos tipos de personas: aquellas que al encontrarse con un semejante piensan: “¡Qué alegría, otro Yo!”, y aquellas que en el mismo trance piensan: “¡Qué horror, otro Yo!”. La distinción es esencial. Al enfrentarse con otro, quienes pertenecen al segundo grupo de personas piensan con horror que el otro va a herirles y que ellos van a herir al otro, que ambos se van a hacer sufrir porque son adversarios, competidores, que, aunque sin el otro la vida sería más aburrida y menos interesante, con él tendrán que luchar para imponerse; que el otro, en fin, constituye una amenaza. En cambio, y en el mismo trance, quienes pertenecen al primer grupo de personas se niegan a ver en el otro una amenaza o un rival, y se alegran pensando que, aunque pueda herirles y ellos puedan herirle a él, el otro es una garantía de una vida no sólo menos aburrida y más interesante, sino también más plena, porque no hay yo sin los otros: porque los otros nos completan, nos amplían, nos obligan a ser quienes somos. Quienes confunden el cinismo con la inteligencia dirán que el segundo grupo de personas está compuesto por optimistas entusiastas, incautos y abocados a la desdicha, mientras que el primero lo componen pesimistas sabios, prudentes y partidarios de la felicidad. Naturalmente, es falso. No he soñado que Schopenhauer –que pertenece a la estirpe de los sabios prudentes– escribió que los hombres somos como los erizos, quienes si permanecen solos se mueren de frío, mientras que si se acercan demasiado se hieren con sus púas. Si es verdad que un optimista no es más que un pesimista mal informado, entonces los entusiastas son unos pesimistas radicales y más sabios y partidarios de la felicidad que los prudentes, porque, a diferencia de éstos, prefieren con razón –como lo prefirió Nietzsche, que fue el mejor discípulo de Schopenhauer y, en consecuencia, su mejor contradictor– herirse con sus púas que morirse de frío.


Vistas así las cosas, es evidente que la cortesía presupone no sólo una cierta atención y afecto por los otros –en especial si no son como nosotros–, sino sobre todo una cierta propensión de entusiasmo surgida no del altruismo, sino precisamente de su contrario: del amor propio, de la convicción de que no podemos ser nosotros, de forma plena y satisfactoria, sin los otros. Presupone también curiosidad y sobre todo alegría, entendida ésta como una adhesión sin resquicios a lo real –incluidas, por supuesto, sus púas afiladísimas–, por la razón inapelable de que lo real es lo único que hay, incluso si uno se empeña en morirse de frío. Presupone también –last but not least– la voluntad provocadora, excéntrica, casi anacrónica, de ser agradable. ¿Pero –rebuzna otra vez el necio cínico o resabiado, o el que va de puro, que es el más necio– no habíamos quedado en que ser agradable significa ser mentiroso, halagador, adulador? “Ni hablar”, contesta Alain, que consideraba el ser agradable como la primera regla de vida, “se trata de ser agradable siempre que sea posible hacerlo sin falsedad ni bajeza. Es decir, casi siempre”. Casi siempre, añado yo, porque hay algo elogiable en casi todo y porque es mucho más difícil, más valiente y más útil detectar en los demás lo bueno que lo malo, no digamos encima celebrarlo. Sólo podía ser el propio Alain quien diera la mejor definición posible de cortesía; ésta: “Una alegría contagiosa capaz de suavizar todas las rozaduras”. Se refiere a las rozaduras de las púas, desde luego.



 
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