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EL TRABAJO Y LA VIDA FAMILIAR



Tuve, en uno de mis primeros trabajos, un jefe de personal que cada quince días nos revisaba el pelo a los chicos y la falda a las chicas. Si juzgaba que el pelo estaba demasiado largo o la falda demasiado corta, nos ponía una multa. Debe de estar ya jubilado o muerto, pero, a juzgar por lo que uno ve, ha tenido descendencia, y muy abundante. Acabo de leer en una encuesta del Instituto de la Mujer que el 42 por 100 de los jefes de personal cree que la familia limita el rendimiento femenino. ¡El 42 por 100! ¡Casi cinco de cada diez jefes de personal continúan siendo tan brutos como el que padecí en mi primer trabajo! Pues claro que la familia condiciona (que no limita) el rendimiento. Pero si la gente no tuviera familias a las que sacar adelante, tampoco soportaría a esos jefes de personal impresentables y no habría empresas. A buenas horas, si mis padres no hubieran necesitado
el triste sueldo que yo llevaba a casa, habría aguantado al gilipuertas que medía la longitud de las melenas y de las faldas. Pero ¿es que hay que continuar explicando lo evidente? Todo lo que somos nos limita a la vez que nos da alas. Quejarse del peso de la familia es tan estúpido como señalar que sólo tenemos dos manos: —El hecho de que los trabajadores sólo tengan dos manos de cinco dedos cada una limita su rendimiento laboral. No tardarán en criticar el número de manos y de dedos, tiempo al tiempo. Vean, si no, este otro dato de la encuesta citada más arriba: el 66,9 por 100 de los jefes de personal asegura que la empresa privada debe orientarse sólo a lograr la máxima productividad. No es que uno esté en contra de la productividad, todo lo contrario, pero dicho así da la impresión de que no hay ningún límite en la consecución de ese objetivo. —Don Roberto, me han llamado de casa. Mi padre acaba sufrir un infarto, ha muerto. ¿Puedo salir una hora antes para hacerme cargo del cadáver? —¿Ha terminado el inventario? —Todavía no. —Pues que espere el cadáver de su padre. Lo primero es lo primero. ¿O es que no se ha enterado usted de que la empresa privada debe orientarse sólo a lograr la máxima productividad? El problema no es que haya gente así, es que hay empresas que seleccionan a individuos con un pensamiento tan primario para organizar al personal. Como decía el otro, lo grave no es que las promesas del socialismo fueran falsas, sino que las del capitalismo resultaron verdaderas. Aquí están, para demostrarlo, María Tapia y Mercedes Grande. La primera es un ama de casa lista, simpática, ingeniosa, trabajadora, que proporcionaría excelentes rendimientos a cualquier empresario que le permitiera compatibilizar su vida familiar con la laboral: eso que ahora llamamos la «armonización» y que no pasa de ser un recurso retórico sin traducción a la realidad. Al condenarla a ser ama de casa, y sólo ama de casa, la
condenamos también, como se explica en el reportaje, a la invisibilidad. María, al carecer de sueldo, tiene una identidad vicaria que es una extensión de la de su marido. Sin embargo, si todas las Marías del universo se declararan mañana en huelga, la economía mundial se vendría abajo. Como decía el otro, no es que lo diga yo, es que está demostrado científicamente. En cuanto a Mercedes, es evidente que ha logrado ganarse la vida, lo que significa ser autónoma e independiente desde el punto de vista económico. Pero ¿a qué precio? Quizá al de vivir fuera de sí (o al menos fuera de quicio) durante gran parte de la jornada. Y cuando decimos que vive fuera de sí no es un modo de hablar: es que apenas pasa dentro de ella unos minutos al día. El resto se ve a sí misma como el que asiste a la proyección de una película desconcertante y un punto inverosímil. Su problema, como el de María, es personal, pero también político. Si hay un Ministerio de Trabajo, debería haber una dirección general que estudiara
estos casos e intentara encontrarles solución. Después de todo, María y Mercedes no son excepciones. La masa de la sociedad está formada por personas como ellas. Sus familias son las que articulan la realidad. Sin ellas, desaparecería la fuerza centrípeta que nos mantiene a usted y a mí más o menos unidos en un proyecto común que a veces llamamos nación, a veces país, a veces comunidad autónoma, y a veces patria. Si un día se les ocurriera decir a estas mujeres «hasta aquí hemos llegado», entraríamos en un proceso de centrifugación que acabaría con el mundo y con las naciones y con los países y hasta con las patrias, que están hechas de piedra. O sea, que a ver si se nos ocurre algo. JUAN JOSÉ MILLÁS


 
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