En las sociedades ricas y seguras cada vez soportamos menos el dolor. En primer lugar, el dolor físico. De lo cual, en líneas generales, me congratulo, porque es una consecuencia del avance médico y técnico, y porque no creo que uno deba sufrir en su carne si puede evitarlo. Aun así, lo cierto es que nos estamos convirtiendo en unos seres blandengues y quejicas. Por ejemplo, durante toda la historia de la Humanidad, y hasta hace muy poco (en algunos países aún es así), la gente se sacaba las muelas a lo vivo, cosa que de sólo pensarla me produce vahídos. Y, sin embargo, nuestros antepasados lo aguantaban. No añoro ni por asomo esos tiempos rudos y épicos, pero lo cierto es que nuestra actual dependencia de todo tipo de analgésicos y anestesias nos ha hecho probablemente más felices, pero también físicamente más débiles y más menesterosos.
Pero lo que encuentro verdaderamente preocupante e incluso peligroso es nuestra falta de resistencia ante el dolor vital. Qué digo dolor, ni siquiera eso: hoy en día no soportamos ni el más pequeño malestar. Aturdidos, envenenados y engañados por la imagen del mundo que nos ofrecen las películas, los programas de televisión y, sobre todo, la publicidad, tendemos a creer que la vida es una fiesta permanente llena de familias felices correteando con sus preciosos perros por campos primaverales, de amores que no acaban nunca, de ejecutivos con trabajos apasionantes e importantísimos, de cocinas impecables en las que las amas de casa (todas ellas guapas y vivaces) se lo pasan bomba, de una cotidianidad siempre triunfal. ¡Pero si hasta limpiar una pila llena de cacharros grasientos parece ser un auténtico jolgorio! Y cuando algún anuncio refleja un malestar, un dolor de cabeza, un comienzo de gripe, enseguida, tras la correspondiente medicina, la felicidad vuelve a estallar en un paroxismo jubiloso.
El concepto actual de la felicidad es relativamente moderno. Durante la Edad Media, por ejemplo, la gente vivía instalada en lo contrario, en la aceptación del dolor como único destino, en el llanto perpetuo de la pérdida del Paraíso y el entendimiento de este mundo como valle de lágrimas. Hasta el siglo XII, el modelo imperante de la existencia humana era el santo Job, que se lamía las llagas y se revolcaba en el estiércol, aceptando mansamente descomunales pesadumbres. Pero después, a medida que se fue desarrollando la conciencia individual, los humanos fuimos aspirando más y más a conseguir el gozo en este mundo. En el siglo XVIII, explosivo y revolucionario, se escribieron numerosos Discursos sobre la Felicidad que ya planteaban el tema en términos modernos: “No me puedo creer que haya venido a este mundo para ser desdichada”, decía Madame du Châtelet. Es una afirmación plenamente contemporánea y un logro en el desarrollo del ser humano.
Pero una cosa es aspirar a ser feliz y saber que tienes derecho a ello, y otra esta ramplona obligatoriedad de la dicha perpetua. Hoy la gente no soporta la más mínima inquietud o pesadumbre. O bien nos aturdimos compulsivamente para no sentir y no pensar, o bien nos espantamos y nos creemos deprimidos o en crisis. Pero el problema es que la existencia es siempre crítica, siempre inestable, siempre irregular. No es posible vivir sin altibajos, sin miedos, sin frustraciones, sin penas, sin dolor, sin desasosiego. No se puede vivir sin cosechar fracasos. Luego, claro está, también existen los momentos perfectos, los triunfos, las risas, los diversos amores, toda esa belleza que seremos más capaces de apreciar si aceptamos, precisamente, la cuota de malestar. Porque la vida es muy hermosa, pero duele.
Hace dos o tres años entrevisté a Lucía Bosé. En un momento determinado, le pregunté cómo eran sus días en el minúsculo pueblecito segoviano en el que reside. Se quedó pensando unos instantes y dijo: “Cuando llegas a los setenta años, por la mañana te despiertas y te preguntas: ¿Me levanto, o no me levanto? Porque mi mente sí se levanta, pero mi cuerpo no se quiere levantar… y entonces es esa lucha. Al final te levantas y te tomas un café doble bien cargado y después ya arrancas tu vida”. Me pareció una respuesta hermosa, el reconocimiento de ese cuerpo de articulaciones doloridas, del desasosiego de la vejez. Del malestar. Y a pesar de eso, o quizá justo por eso, toda la intensidad de la existencia. Señoras y señores, esto es la vida.