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El mono, el león y el cariño

Por Rosa Montero. El País Semanal, domingo 26 de mayo de 2002


Hace algunas semanas se publicó una pequeña noticia sobre un mono y un león que vivían en jaulas adyacentes en un zoológico de Brasil. Pasaron largos años encerrados y siendo vecinos, hasta que un día hubo una reestructuración del parque y el león fue trasladado a otro lugar. Cuando la fiera desapareció, el mono se puso como loco; chillaba día y noche, alternando estallidos de furia con lúgubres lamentos: se golpeaba contra las paredes, se arrancaba los pelos y dejó por completo de comer. A los tres días, y viendo que el pobre animal iba a matarse, los ciudadores decidieron volver a colocar al primate junto al león, trasladándolo al nuevo emplazamiento. En cuanto que llegó a la jaula contigua de la del felino, el mono se tranquilizó y volvió a alimentarse. Allí sigue ahora, gozando de la compañía de su melenudo amigo. Pertenecen a especies distintas y, si se hubieran encontrado en libertad, probablemente hubiera acabado siendo depredador y víctima. Pero en el ambiente enrarecido del zoo, en la miseria y el dolor de las jaulas, aprendieron a quererse. Los animales superiores necesitamos el calor del cariño para poder sobrevivir.


Curiosamente los últimos meses han abundado en fascinantes experimentos científicos que corroboran esto que acabo de decir. Hace medio año, la revista Science publicó un estudio canadiense que demostraba que las ratas que, de pequeñas, habían tenido unas madres muy cariñosas que las lamían y las acariciaban continuamente, desarrollaban mejor el cerebro y eran mucho más capaces de afrontar situaciones de estrés que las ratas que habían sido descuidadas y fríamente atendidas siendo crías. Y sí, desde luego, los humanos no somos roedores, pero si hasta los ratoncillos de laboratorio se resienten por la ausencia de mimos, ¿no es de suponer que nuestro bienestar intelectual también se verá afectado si no se nos ha querido lo suficiente?


Hay un pueblecito en Italia que se llama Roseto en donde casi nadie sufre del corazón. De hecho, el porcentaje de infartos es tan bajo que unos científicos norteamericanos se pusieron a investigar las causas, comparando la cotidianeidad de la aldea italiana con las condiciones de vida del este de Pensilvania (EE.UU.), una zona en donde la gente muere de infarto por encima de la media. Al cabo descubrieron lo que bautizaron como el efecto Roseto: los habitantes del pueblecito de Italia vivían en una comunidad muy estrecha, todos se relacionaban entre sí y ninguno de ellos decía sentirse solo: mientras que en el duro y aislado invierno de Pensilvania, en la introvertida sociedad norteamericana, los granjeros languidecían de melancolía y soledad.


Quiero decir que la soledad mata, que la falta de cariño enferma a la gente. Las estadísticas demuestran que las personas que han sufrido un infarto y viven solas tienen mayor riesgo de padecer un segundo ataque. Y los enfermos de cáncer metastásico que no se sienten solos duplican su porcentaje de supervivencia. ¿Todavía alguien duda del fulminante efecto del cariño? Pues aún puedo citar otro trabajo maravilloso, que además ha sido realizado por tres doctores españoles de un hospital de Córdoba (Roger Ruiz, Miguel Muñoz y Luis Pérula). Según este estudio, realizado sobre 110 pacientes que sufrían dolores crónicos, la buena comunicación entre el médico y el enfermo reducía el dolor hasta en un 20%. Es decir, a todos se les daba el mismo tratamiento paliativo; pero algunos se sentían queridos, escuchados y atendidos por sus médicos, y otros no. Y aquellos que creían carecer del afecto de sus terapeutas sufrían más. Les dolía el cuerpo, que es una manera de decir que les dolía la vida.


La existencia puede ser un lugar muy oscuro, y uno de los pocos recursos de que disponemos para iluminar las sombras es el afecto. No quisiera parecer una de esas petardas bienintencionadas pero simplonas que recomiendan realizar (y a veces perpetrar) una buena acción obligatoria al día, pero creo que intentar demostrar nuestro afecto a quienes tenemos alrededor (tocar, abrazar, decir) puede mejorar de manera apreciable nuestras vidas. Y, además, no vamos a ser menos que ese mono que decidió sabia y humanamente (porque son tan humanos, los primates) que era mejor amar a un león que no amar nada.



 
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