Cuando algo impide que se realicen nuestros deseos, de forma momentánea o durante períodos prolongados, es natural que nos sintamos frustrados, molestos o disgustados. Nuestro disgusto nos motiva a actuar para eliminar los obstáculos que impiden que se realicen nuestros deseos. En este sentido, es sano y racional porque contribuye a la supervivencia y la consecución de futuras alegrías. El problema se presenta cuando los deseos y preferencias crecen hasta convertirse en ira: en imperativos de que nuestra voluntad se cumpla. La ira proviene comúnmente de las exigencias desproporcionadas, del orgullo y de las actitudes infantiles.
Las frustraciones son una experiencia para todos nosotros. Si no sintiéramos grandes deseos de alcanzar nuestros objetivos y de obtener lo que queremos en la vida, la frustración de nuestros deseos no sería un problema. Pero si no tuviéramos deseos, tampoco podríamos sobrevivir, ni como individuos ni como especie.
La ira es el resultado de una baja tolerancia a la frustración. La ira, ocasionalmente, provocará en los demás miedo suficiente como para que se cubran los objetivos que nos hemos marcado. ¿Pero cual será el coste personal y social de que se vean cubiertos nuestros objetivos? Como coste social pensemos que la ira es la causa directa de muchas rupturas matrimoniales y otras relaciones personales que de otro modo podrían haber continuado felizmente. Como coste personal basta pensar que la ira a veces es literalmente mortal, puede desencadenar un ataque de corazón a las personas con problemas cardiovasculares. Sin llegar a tales extremos, cualquier persona que la sufre pasa por un estado emocional negativo de una gran intensidad que resulta muy doloroso y a menudo es fuente de nuevas frustraciones y de perdida de autoestima.
No podemos controlar lo que los demás piensan o sienten, pero sí es posible controlar –y cambiar- nuestra forma de pensar y sentir.