Cierto día, un sabio visitó el infierno. Allí, vio a mucha gente sentada en torno a una mesa ricamente servida. Estaba llena de alimentos, a cual más apetitoso y exquisito. Sin embargo, todos los comensales tenían cara de hambrientos y el gesto demacrado: tenían que comer con palillos; pero no podían, porque eran unos palillos tan largos como un remo. Por eso, por más que estiraban su brazo, nunca conseguían llevarse nada a la boca.
Impresionado, el sabio salió del infierno y subió al cielo.
Con gran asombro, vio que también en el cielo había una mesa llena de comensales y con iguales manjares. También aquí tenían que comer con palillos; también aquí eran tan largos como un remo. Pero aquí, sin embargo, nadie tenía la cara desencajada; todos los presentes lucían un semblante alegre; respiraban salud y bienestar por los cuatro costados.
Y es que, a diferencia de lo que vio en el infierno, en el cielo, cada cual se preocupaba de alimentar con los largos palillos al que tenía enfrente.