El hombre que decidió que había llegado la hora del cambio
Richard Reoch recuerda a Peter Benenson
El hombre que encendió la mecha de la revolución de los derechos humanos murió esta semana, habiéndose negado a aceptar los más altos honores y dejando atrás un mundo transformado por las innumerables protestas y peticiones de las que fue paladín.
Peter Benenson, fundador de Amnistía Internacional, tenía 83 años de edad. Benenson nació en un mundo que aún no había visto la creación de las Naciones Unidas. No existía ni un solo tratado internacional de derechos humanos. La Declaración Universal de Derechos Humanos todavía no se había redactado. Ni una sola de las grandes organizaciones de derechos humanos que tenemos hoy se atisbaba en el horizonte político. No había nacido la sociedad civil.
Excepcionalmente modesto y falto de vanidad, este abogado que fundó Amnistía Internacional en 1961 nunca se atribuyó mérito alguno por el cambio radical que ha tenido lugar en los últimos cuarenta años. Prácticamente todos los primeros ministros británicos le ofrecieron el título de sir, y universidades de todas partes del mundo propusieron otorgarle doctorados honoris causa. Nunca aceptó una sola de estas propuestas.
Cada primer ministro que se dirigió a él recibió una respuesta personal de Peter Benenson –que mecanografió todas sus cartas hasta una edad avanzada– en la que éste citaba las violaciones de derechos humanos a las que Amnistía Internacional se estaba enfrentando en el Reino Unido. Sin andarse con rodeos, Benenson sugería que, si el gobierno deseaba tener en cuenta su trabajo en favor de los derechos humanos, lo que importaba era remediar esos abusos.
El mundo que Benenson dejó detrás, comparado con el mundo en el que nació, es uno que ha cambiado tan fundamentalmente que resulta difícil concebir la escala de su transformación. Hoy hay en vigor en el ámbito internacional cerca de un centenar de tratados y otros instrumentos jurídicos de derechos humanos. Más del noventa por ciento de los Estados del mundo son ahora parte en los dos tratados más integrales, los pactos gemelos sobre derechos civiles y políticos y sobre derechos económicos, sociales y culturales. Casi todos esos países han acordado a sus ciudadanos el derecho a formular quejas ante órganos internacionales.
Además de los órganos de derechos humanos de las Naciones Unidas, ahora contamos con organismos intergubernamentales regionales que agrupan a tres cuartas partes de las naciones del planeta.
Los derechos de las mujeres, los derechos de los niños, los derechos de los grupos minoritarios, los derechos de las personas discapacitadas: todos ellos han sido codificados y reforzados mediante sucesivas declaraciones, convenios y leyes nacionales. Los torturadores se han convertido en proscritos internacionales. Al entrar en el siglo XXI, más de la mitad de los países del mundo han rechazado la pena de muerte, ya aboliéndola completamente, ya dejando de llevar a cabo ejecuciones.
Pero el fenómeno más extraordinario –en el que Peter Benenson ha dejado su huella indeleble– es el nacimiento de lo que ha dado en conocerse globalmente como la sociedad civil. Hoy hay bastante más de un millar de organizaciones nacionales y regionales que trabajan para proteger los derechos humanos. Entre ellas, una de las más conocidas es la creación de Peter Benenson, Amnistía Internacional, que tiene casi dos millones de miembros, suscriptores y simpatizantes en más de 140 países y territorios.
Pero pensar en Peter Benenson únicamente como en el fundador de una organización (de hecho, ayudó a crear muchas otras) sería malinterpretar lo que es tal vez la característica política más distintiva del periodo que va del final de la Segunda Guerra Mundial al presente: el surgimiento de una opinión pública organizada y pacífica como fuerza cada vez más poderosa en el terreno político nacional e internacional. Los historiadores podrán situar sus orígenes en diversos cambios sociales de posguerra, pero hay un acontecimiento que indiscutiblemente se mencionará una y otra vez en cualquier historia social de ese periodo.
Es la historia de un hombre con sombrero bombín que, un día de finales de los años sesenta, lee su periódico en el metro de Londres. El hombre lee un breve artículo sobre dos estudiantes portugueses que han sido condenados a siete años de cárcel por alzar sus copas para brindar por la libertad. Lo embarga la indignación, y decide acudir a la embajada de Portugal en Londres para hacer constar su protesta personal. Pero después cambia de idea. En lugar de ir a la embajada, sale del metro en la Plaza de Trafalgar y se dirige a la iglesia de St. Martín`s-in-the-Fields. Entra en la iglesia, se sienta, y se queda allí, meditando, durante tres cuartos de hora.
En sus propias palabras: «Entré para pensar qué se podía hacer para movilizar efectivamente a la opinión mundial. Era necesario pensar en un grupo más numeroso de personas que aprovechara el entusiasmo de la gente de todo el mundo que estaba deseosa de que existiera un mayor respeto por los derechos humanos».
Ese hombre era Peter Benenson, que por entonces ejercía la abogacía en Londres. Cuando salió a la plaza, ya tenía esta idea. A los pocos meses lanzó su «Llamamiento en favor de la amnistía» con un artículo que se publicó en la primera página del periódico The Observer.
Nunca se había intentado hacer algo similar a tamaña escala. La respuesta fue abrumadora, como si la gente de todo el mundo hubiera estado esperando esa señal. Los periódicos de más de una docena de países publicaron el llamamiento. Durante los primeros seis meses llegó una avalancha de más de un millar de cartas. Y las sacas de correos de los jefes de Estado del mundo cambiaron para siempre.
La idea de Benenson era tan simple, que quizás por eso el abogado rehuyó la publicidad en torno a su persona durante toda su vida. Calificada por uno de sus críticos de una de las mayores locuras de nuestro tiempo, se creó una red de escritores de cartas destinada a bombardear a los gobiernos con llamamientos individuales en favor de presos encarcelados y maltratados en violación de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
En una época de engrandecimiento personal, la modestia de Peter Benenson resultaba casi difícil de comprender. Nunca saltó a primera plana para recibir los numerosos elogios y galardones que han llovido sobre Amnistía Internacional, conocida universalmente por su logotipo de una vela rodeada de alambre de espino. Él tenía siempre la atención centrada en lo que todavía no se había podido conseguir y en las innumerables víctimas que quedaban por rescatar.
«La vela no arde por nosotros –declaró–, sino por todos aquellos que no conseguimos sacar de prisión, que fueron abatidos camino de la prisión, que fueron torturados, que fueron secuestrados o víctimas de ‘desaparición’. Para eso es la vela.»
Años más tarde, a medida que el impacto de Amnistía Internacional creció a pasos agigantados y que el movimiento pasó a utilizar el poder de los medios de comunicación internacionales, otros grupos comenzaron a adoptar y adaptar sus métodos para apoyar sus propias causas. La extraordinaria repercusión del movimiento en defensa del medio ambiente veinte años después, el movimiento en defensa de los derechos de la mujer y una gran cantidad de otros grupos dedicados a una cuestión específica o unidos en coaliciones, trabajando en sus propios países o a través de fronteras, se puede atribuir con frecuencia al temprano análisis que hicieron de los métodos que estaba utilizando la organización de Benenson.
Hoy damos por descontado el poder de las organizaciones benéficas, los grupos de voluntarios y las campañas populares. Pero antes de aquel día en la Plaza de Trafalgar –el día en que un individuo que leía un periódico decidió que había llegado la hora del cambio– ese poder todavía no había sacudido al mundo.
Nada ha sido lo mismo desde entonces. Como dijo Benenson en 1961, al encender la primera vela de Amnistía Internacional: «Recuerdo las palabras de un hombre condenado a morir quemado en la hoguera en el siglo XVI: Hoy hemos encendido una vela que nunca se podrá apagar».