El triunfo suele venir tras constantes ensayos y errores. Sin embargo, el miedo a equivocarnos o a que las cosas no salgan perfectas nos paraliza. Así, nuestra mejor obra nunca llegará, porque quizá haga falta que antes acometamos muchas malas y regulares.
FERNANDO TRÍAS DE BES (profesor de ESADE, conferenciante y escritor.)
EL PAIS SEMANAL – 13–11–2005
Uno de los principales problemas con los que muchas personas se encuentran y con los que muchos padres vislumbran que algún día se van a topar sus hijos es la dicotomía entre calidad y cantidad. La cuestión bajo estudio es si en cualquier disciplina, ya sea ésta artística, científica o empresarial, debe primar la calidad sobre la cantidad o la cantidad sobre la calidad. En otras palabras, ¿es mejor producir poco y bueno o producir mucho y esperar a que lo bueno llegue gracias a la incesante y frenética actividad productora?
Lo cierto es que en los terrenos de la cultura, el arte o la investigación ambas posibilidades pueden conducir al éxito y procurar que una persona se decante por una de estas dos opciones puede ir contra natura en su forma de actuar. Todo radicalismo es pernicioso y cada persona tiene su propio método.
Pero lo preocupante, sin caer en el fatalismo gratuito, es que en la sociedad actual la opción de cantidad sobre calidad tiene pocos visos de sobrevivir.
Quizá sea el progreso económico, la automatización de las cosas, la rapidez de las comunicaciones y el transporte, o tal vez la infinita diversidad de oferta al alcance de la mano. No hay un motivo único, pero el caso es que vivimos en la sociedad de la inmediatez. Todo, aquí y para ya mismo. En nuestro mundo, decir ahora casi equivale a decir tarde. Las generaciones venideras maman esta especie de inmediatez que no deja espacio a la paciencia o a la espera. En realidad, los indios y los chinos negocian mucho mejor que los europeos o los americanos porque, entre otras cosas, tienen mucha más paciencia.
Otro ejemplo. Si se responde un correo electrónico al cabo de una semana se considera casi olvido o despreocupación por parte de quien espera la respuesta. Cuando uno acomete un proyecto desea verlo realizado lo antes posible y exige respuestas a todos sus colaboradores con una premura que raya en el asedio. No estaría de más recordarles que Wagner precisó más de diez años para ver representadas alguna de sus geniales óperas.
Recuerdo que en la época en que despegaba Internet oí a un directivo decir que no hacía falta saber adónde había que llegar porque lo importante era llegar el primero. Esta cultura de la velocidad instala en el ánimo una serie de creencias que nos hacen olvidar lo que los grandes genios nos mostraron en sus procesos creativos: a muchos de ellos la cantidad les trajo la calidad. A base de producir y de trabajar mucho accedían a sus logros. Por ejemplo, a Sigmund Freud se le conoce básicamente por el psicoanálisis, y a Einstein, por la teoría de la relatividad. Pensamos que son dos hallazgos geniales logrados en un momento de chispa. Las anécdotas de cómo los genios dan con sus teorías y la simplificación que se hace de sus procesos creativos contribuyen aún más a ahondar en esta falsa creencia de que pasar a la posteridad se logra con un solo hallazgo en la vida. Pero veremos que casi nunca es así.
Una especie de halo rodea a los genios. Nos quedamos con la idea de que eran precisamente eso: lumbreras a los que bastaba con un toque de varita mágica para dar con un gran descubrimiento. Sin embargo, como hemos apuntado con anterioridad en algún artículo, Edison, para inventar la lámpara incandescente, hizo más de mil ensayos sobre un prototipo que, por cierto, de momento no está claro que fuera suyo. Se atribuye a un tal Joseph Swan, que jamás pasará a la historia.
Al igual que a Edison en sus primeros ensayos, a Swan le entraba oxígeno en la lámpara y ésta siempre explotaba. El segundo problema era que los filamentos incandescentes prendían a los pocos segundos y acababan totalmente quemados. Swan desestimó su prototipo, mientras que Edison trabajó y trabajó probando todo tipo de aislamientos para lograr el vacío, empleando materiales variados que pudieran soportar el calor, hasta que logró la lámpara incandescente. En total, más de mil intentos. Cuando sus colaboradores le preguntaron si no se desanimaba después de tantos fracasos, él respondió con la célebre frase: “¿De qué fracasos me hablan? ¡Yo ahora sé mil maneras de cómo no hay que hacer una bombilla!”.
Esta (también) genial respuesta enlaza con otra de las premisas olvidadas. No nos gusta fracasar. Los (aparentes) fracasos están mal vistos en nuestra sociedad. Es lógico, pero el problema es que a menudo ese afán por la perfección agarrota a las personas e inhibe su verdadero potencial creativo.
Conozco más de una veintena de personas que me han hablado de una novela que están preparando: “Llevo siete años con ella…”. ¿Cuál es el problema? Temor a que no esté a la altura. Y es éste en realidad el error, pues lo que conviene es acabar esa novela, equivocarse, y aprender para la siguiente.
Los orientales llaman a los errores “invertir en pérdidas”. De hecho, en el tai-chi se alaba la pérdida en el combate porque conduce al aprendizaje.
En Occidente funcionamos a la inversa: las pérdidas acaban espoleando el abandono. Lo prueba una estadística escalofriante recogida en uno de los libros del cirujano Mario Alonso Puig: está calculado que en una iniciativa cualesquiera, si se produce un primer revés, el 80% de la gente abandona y sólo un 20% prueba otra vez. En caso de un segundo revés, sólo el 2% continúa (los abandonos suman ya el 98%). Si se produce un tercer desencanto continuará el 0,2% (los abandonos totalizan ya el 99,98%). Del cuarto revés, en caso de producirse, solamente lo seguirán intentando un 0,001% (1 de cada 10.000).
A los otros 9.999 estaría bien recordarles que el inventor del hoy omnipresente Post-it fue un ingeniero que durante 15 años estuvo insistiendo en 3M sobre las posibilidades de una cola diseñada por él que tenía la propiedad… ¡de no enganchar bien!
Johann Sebastian Bach tenía papel pautado en la mesita de noche para anotar las melodías que acudían a su imaginación al levantarse por la mañana, el momento en que la cabeza está más lúcida. Las esbozaba. Después se aseaba y se vestía. Más tarde, las desarrollaba sobre el clave. Tal era una de sus técnicas fundamentales: no postergar la inspiración para asegurar la cantidad. Corría el peligro de olvidar lo que por unos instantes vivía en su mente.
La autoexigencia continuada es otra de las claves para asegurar la productividad. Cuando nadie exige, son pocos los que actúan. Retomando a Edison, encontramos en su biografía que, ante la carencia de un jefe, él solito se autoimponía una cuota de invenciones. Debía dar con lo que él llamaba un número mínimo de inventos menores cada mes y otro número de inventos mayores cada tres meses. Era una forma de obligarse a no perder el ritmo.
Sin trabajo duro es imposible que la calidad llegue. Picasso acuñó la célebre frase de que de él “no dependía que la inspiración apareciera o no, que lo único que podía hacer era asegurarse de que cuando llegase le pillase trabajando”. De hecho, cuando Picasso quería trabajar un tono determinado, por ejemplo un verde, se iba a pasear por un bosque y se impregnaba de miles y miles de tonos verdes de la naturaleza. Sólo cuando se sentía desbordado por los innumerables verdes que bullían en su memoria, acu1día raudo al lienzo. También para un genio de la talla de Picasso la calidad surgía de la cantidad.
Excepciones a la regla
Una adivinanza. Procure estimar el número de creaciones de las siguientes celebridades: ¿Cuántas patentes registró Edison? ¿Cuántas piezas compuso Bach? ¿Y Mozart? ¿Cuántos cuadros pintó Picasso? ¿Cuántos descubrimientos hizo Sigmund Freud? ¿Y Einstein?
Las respuestas: Edison tiene 1.093 patentes en su haber (récord no superado aún por nadie). Bach tiene 1.087 composiciones en su catálogo. En el caso de Freud, poca gente sabe que tiene 3.390 publicaciones con descubrimientos sobre neurología y psicología. A Einstein se le han contabilizado 248 descubrimientos en torno a la física avalados por la comunidad científica. A Picasso se le contabilizan más de 20.000 cuadros y dibujos. Para todos ellos, la calidad de algunas de sus creaciones fueron sin lugar a dudas resultado de una fecundidad extraordinaria y no todas sus producciones están consideradas obras maestras (hay inventos de Edison verdaderamente absurdos, como el de una máquina para conservar hielo en establos).
Hay una sola excepción: Mozart, que vivió hasta los 35 años. El que sea una excepción no se refiere a su vasta producción, pues dejó más de 600 composiciones, siendo el compositor más prolífico de la historia. Lo inaudito es lo excelso de todas y cada una de estas 600 obras.