Cuentan que una vez en la carpintería hubo una extraña asamblea: fue una reunión donde las herramientas discutieron para arreglar sus diferencias.
El martillo ejerció la presidencia, pero el resto de la asamblea le exigía la renuncia. ¿La causa? ¡Hacia demasiado ruido! Y, además, se pasaba todo el tiempo golpeando.
El martillo aceptó su culpa y aceptó renunciar, pero siempre y cuanto también fuera expulsado el destornillador... que siempre andaba dando vueltas y vueltas hasta conseguir algo.
Ante el ataque, el destornillor aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija. Hizo ver que era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás.
Y la lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado el metro que siempre se pasaba midiendo a los demás según su propia medida, como si fuera el único perfecto.
De repente entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo. Utilizó el martillo, la lija, el metro y el destornillador. Finalmente, la tosca madera inicial se convirtió en un lindo mueble.
Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación.
Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo: “Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos. Por eso, en lugar de fijarnos en nuestras flaquezas, debemos centrarnos en nuestras fortalezas. Si nos centramos en nuestros defectos la situación se vuelve tensa y confusa; y por el contrario al prestar atención a nuestras virtudes florecen las mejores conquistas. Concentrémonos en lo que nos hace valiosos obviando aquellos defectos que todos tenemos pero que para nada merecen la pena ser tomados en consideración...”