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Cuando la gran escritora de viajes Jan Morris (Clevedon, Somerset, Inglaterra, 1926), decana y maestra indiscutible del género reverenciada por Chatwin, Thubron o Theroux, aparece frente a la taberna Las Plumas (Tafarn Y Plu) en esta limpia mañana en el pueblecito de Llanystumdwy, en el corazón de Gales, puro qué verde era mi valle, entre el mar y las montañas de Yr Eifl -en las que destaca la cima del Yr Wyddfa, el Snowdon-, uno no puede dejar de sorprenderse. La ya octogenaria autora, de la que ahora se publica en España Un mundo escrito (RBA), un maravilloso compendio de medio siglo de viajes e historia, llega conduciendo su propio automóvil, un moderno y deportivo Honda. Saca la cabeza, hace seña de que se la espere y pisa a fondo para dar la vuelta al final de la calle, ignorando olímpicamente el cartel de Conduzca despacio, por favor (en galés, Gyrrwch yn araf).
Es cierto que Morris, de 81 años y con nueve nietos, es una abuelita muy especial: fue oficial del exclusivo 9º Regimiento de Lanceros Reales de la Reina (los Delhi Spearmen, con 12 cruces Victoria ganadas durante el motín de los cipayos), formó parte de la expedición de 1953 que conquistó por primera vez el Everest (Morris dio al mundo la noticia de la llegada a la cima), trabajó como corresponsal de guerra y ha escrito una de las mejores historias del Imperio Británico -la espléndida trilogía Pax Britannia (Faber & Faber)-, amén de la única biografía del almirante lord Jacky Fisher (Fisher's face, Viking, 1995). Y es que esta viajera ha viajado a sitios impensables, cruzado arduas fronteras: durante 35 años de su vida, Jan Morris fue un hombre, James Humphry Morris, y otros 10 los pasó en un estado intermedio, como lo llama ella -a veces le decían en unos lugares que debía ponerse corbata, y en otros, el mismo día, que no podía entrar con pantalones-, con tratamiento hormonal, hasta que en 1972 dio el paso decisivo y se sometió a una operación de cambio de sexo en Casablanca (todo el proceso, incluidas las partes más escabrosas, lo explica en uno de los libros más conmovedores y hermosos que jamás se hayan escrito sobre la condición humana, Conundrum (F&F, 1974). Siempre supo que era una chica en el cuerpo equivocado. Lo sintió por primera vez a los cuatro años bajo el piano de su madre cuando ésta tocaba a Sibelius. Lo seguía sintiendo entre los oficiales de su regimiento de lanceros, donde vivió su oculta feminidad como «un espía en un cortés campo enemigo. Cada noche de su vida hasta culminar su cambio rezó para que éste se produjese y expresó ese recóndito y vehemente deseo a cada estrella que vio caer.
Jan Morris aparca el coche y se acerca con una gran sonrisa en su rostro grande aureolado por una cabellera un punto salvaje. "¿Le gustan los coches?, a mí me apasionan". Es obvio que es consciente de los azoramientos iniciales que pueden sufrir sus interlocutores, y espera a que uno se decida a darle un apretón de manos o besarla. Y quien firma estas líneas opta impulsivamente por ambas cosas. Una vez, en su periodo intermedio, un taxista de Fiji le preguntó directamente: "¿Es usted un hombre o una mujer?", y cuando ella, bajando los ojos, le contestó: Una madura, respetable y rica viuda inglesa, él le puso la mano en la rodilla con un "¡justo lo que buscaba!. Viste Morris más que casual: unos vaqueros apretados y gastados y una camiseta de rayas que le da un pertinente aspecto de gondolero fondón (uno de sus más célebres libros, editado por Península, es precisamente Venecia). Calza zapatitos de colegiala -aunque ahí cabrían los pies de varias colegialas-. Jan Morris nos tiene que guiar hasta su legendaria casa, Trefan Morys, en una zona de pastos y bosques cerca del río Dwyfor, rico en salmones, y lo hace, previa visita a la casa museo de Lloyd George, donde trabaja uno de sus hijos, advirtiendo jocosamente: El sendero es un poco agreste, por suerte lleva un coche alquilado. Es difícil seguirla. En el camino, un conejo se ha quedado mirando el paso de la escritora con ojos desorbitados.
Trefan Morys, de la que ha escrito la autora en un libro delicioso, La casa de una escritora en Gales (RBA, 2002), son las antiguas y espaciosas caballerizas de una antigua mansión convertidas en residencia por Morris y su mujer, Elizabeth Tuckniss -con la que ha tenido cinco hijos y con la que ha seguido viviendo, en una ejemplar historia de amor, después de su cambio de sexo (aunque divorciados por imperativo legal)-. Aparcamos los coches en el abigarrado jardín, desbordante de vegetación, y ahí en la puerta de la casa está Elizabeth, menuda y encantadora, con el té preparado y preparada también ella para soportar los interrogantes que indefectiblemente se abren en los ojos de las visitas. Cuando se le entrega a Jan Morris el ramo de flores comprado como gesto propiciatorio en Criccieth, la escritora se lo da a su vez, en un elocuente gesto, a Elizabeth. La suya era una relación que parecía imposible, más aún porque Morris no le ocultó nada desde el principio. Pero ha funcionado de una manera que ya querrían muchos matrimonios convencionales. Para Morris hay una explicación sencilla: el amor y la amistad. Tuvieron hijos -"lo más cercano a ser madre era ser padre", ha escrito inapelablemente Morris-, y esos hijos, a cuya madurez esperó Morris para explicarles su naturaleza y operarse, le siguen profesando, recalca, cariño y respeto. Durante un tiempo, cuando él empezó a vivir abiertamente como mujer, la pareja se hizo pasar por cuñadas.
Morris dirige una visita por las estancias de las dos plantas de la casa, que es un verdadero museo biblioteca, con las paredes forradas de libros -una rápida mirada arroja tesoros como una primera edición de Cabool, de Burnes, Charge to glory!, de Blunt, o la historia del 9º de Lanceros- y pleno de objetos sensacionales: un trozo del caño en que bebía el semental Justin Morgan (1793–1821), el primero de esa estirpe mítica de caballos, los Morgan Horses (¡cómo le gustaría el detalle a Fernando Savater!); una de las butacas de madera (de 1912) con las que los galeses premian a sus bardos, preciosas maquetas de las famosas e indómitas Western Ocean Yatchs -las goletas del vecino Porthmadog (Morris las ha colocado sobre las vigas transversales en la planta de arriba)-, cuadros (Venecia, un viejo Dreadnought -quizá el HMS Inflexible de Fisher-, el célebre retrato que le hizo a la escritora Arturo Di Stefano en 2005 con un aire a lo Hockney), fotos, el relieve de piedra de un león alado veneciano, el «último» milano rojo galés disecado (la especie se ha recuperado) o una lechuza que monta guardia cerca de la mesa del escritor y que remite a la leyenda galesa de Blodeuwedd, la mujer hecha de flores por un mago y convertida luego en esa ave nocturna -la historia está en el Mabinogi, uno de los libros favoritos de la autora-. Morris se excusa y entra en el lavabo. Y uno siente un extraño embarazo. En el único dormitorio de la vivienda hay una sola cama. Sobre ella, en un lado, hay un libro sobre la guerra naval en el Índico, obviamente, el libro que Jan Morris está leyendo; en el otro, una novela romántica.
Morris se muestra amable y divertida. Pero observa al visitante con profunda atención. Tras el velo desenfadado brillan una inteligencia aguda y una comprensión de lo humano que hacen pensar en Tiresias, el adivino que cambió de sexo al contemplar a dos serpientes apareándose y al que los dioses hicieron árbitro de la peliaguda cuestión de quién disfruta de más placer en el amor, si el hombre o la mujer (estableció que la mujer, y eso le granjeó el odio de Hera) -en el jardín de Trefan Morys, por cierto, hay serpientes-. La entrevista se desarrollará en varias fases. El tema de la transexualidad tardará en aparecer. No hay ningún tabú impuesto, pero simplemente es difícil lanzarse al asunto de entrada, darle una palmada en el hombro a Morris y espetarle algo así como «qué, ¿dónde ha dejado el lancero su lanza?». Sentados en el espacioso salón, la escritora acaricia a su gato Ibsen y muestra la foto del felino de otro gran escritor de viajes, su amigo Patrick Leigh Fermor.
¿Cuál es el personaje que más le ha impresionado de los que ha conocido en su vida de periodista, escritora y viajera, y de los que habla en ese compendio de historia del siglo XX que es 'Un mundo escrito'? ¿Edmund Hillary, Che Guevara, el nazi Adolf Eichmann [cuyo juicio cubrió para 'The Guardian'], Irving Berlin, Guy Burgess, Kim Philby, Jruschov, Haile Selassie, el sultán de Omán, el cazanazis Wiesenthal, Bruce Chatwin...?
J. G. Link.
¿Quién?
Joseph Gluckstein Link. Era peletero oficial de la reina de Inglaterra, escribió un importante libro sobre las pieles y fue director de la Hudson's Bay Company. Pero era más que eso. Escribió una serie de novelas policiacas experimentales en las que ponía pistas dentro de los libros, pañuelos con sangre y cosas así. Fue jefe de escuadrilla de la RAF en la II Guerra Mundial. También sabía mucho de vinos alemanes. Y sobre todo, era la mayor autoridad en Canaletto. Fue el comisario de la gran exposición en el Metropolitan en 1989.
¿Y le impresionó más que Eichmann?
¡Y era mucho más amable! Sí, es la persona que más he admirado en mi vida. Todo lo que uno puede pedir en un hombre. Voy a hablar de él en Alegorizaciones, el libro que preparo y que se publicará tras mi muerte.
Ya que estamos, dígame algo de Eichmann.
Es una figura pálida en mi memoria. Llevaba meses en manos de los israelíes cuando lo vi. La vida había escapado de él. Más que la banalidad del mal, expresaba aburrimiento. Hablaba del asesinato de los judíos como podría haber hablado de fútbol. No me pareció en absoluto una figura satánica, sino blanda, tediosa y vulgar.
¿Y qué le pareció el Che?
Lo conocí cuando sólo era Ernesto Guevara, presidente del Banco Nacional de Cuba. No era una figura muy impresionante, parecía un funcionario.
Vaya, ¿y Hillary? Los vio bajar, a él blandiendo el piolet en señal de triunfo, y a Tenzing, aquel glorioso día, el 29 de mayo de 1953, en el Everest.
Hillary es realmente un héroe. Y a la vez, un hombre sencillo. Se hizo famoso de un día para otro, pero eso no le gustó. Ha pasado el resto de su vida dando las gracias al pueblo sherpa por su ayuda y ayudándolos, para pagar su deuda con ellos. Perdió a su mujer y a su hijo en un accidente de avión. Le admiro mucho, aunque no como a Tenzing. Tenzing es una figura más trágica. Era como un príncipe, ¿sabe?, intensamente glamouroso; cuando vino a Europa era tan maravilloso como un unicornio. Todos estaban fascinados con él. No sólo era hermoso, sus maneras...
Usted debió de saber el primero quién de los dos había llegado antes a la cima. Estaba allí, los vio bajar.
Esa cuestión me la han formulado un millón de veces. No les pregunté.
Pues no es de buen periodista, si me permite que le diga.
Aún pienso que no es lo importante. Tenzing nació en una tienda de piel de yak, ¿lo sabía? Era imposible tener más desventajas en la vida. Pasó de ahí al gran mundo, y estuvo con reyes sin perder el sentido común, como diría Kipling. En la fiesta en el campamento base tras el descenso me dio una foto suya con unos perros tibetanos, y me la firmó. Luego caí en la cuenta de que eso era lo único que sabía escribir, su nombre. Debo de tener la foto por aquí.
¿Se acuerda de usted mismo en la montaña, ese joven apuesto, decidido y musculoso, «más ritmo que melodía», que era entonces y que aparece en su libro 'Coronation Everest'?
¿Cómo voy a olvidarme de mi vida? Estar ahí, en el Everest, me dio una buena historia. Mi ambición me llevó allí, eso y que en The Times todos eran demasiado mayores para apuntarse a algo así. Con la gente de la expedición, y de las anteriores, hemos seguido viéndonos, nos reunimos en un pub en Pen Ysyrwd.
¿Cree que Mallory e Irving lo consiguieron antes que Hillary?
Conocí a Odell, el último que los vio subir aquel 8 de junio de 1924. Él creía firmemente que habían hecho cima, tenía un convencimiento espiritual. Comimos juntos un sándwich y casi me convenció.
No parece que en general le hayan impresionado mucho los personajes a los que ha tenido la suerte de conocer.
Mire, sinceramente, nadie como mi peletero o como Jack Fisher, al que no conocí, pero reina en mi panteón particular.
El almirante lord Fisher (1841–1920), creador del acorazado, que acuñó la frase Think in oceans. Tiene usted un busto suyo de bronce en la terraza y una gran foto en su armario. ¿Por qué Fisher?
No le importaba lo que pensaran los otros, era brillante en su oficio, iconoclasta, egocéntrico, la más notable personalidad en la Royal Navy desde Nelson, y un hombre divertido. Me fascina desde la primera vez que vi su foto. Su cara... Pasando revista a la Flota británica, le preguntaron al sultán de Marruecos qué le había impresionado más -todos esos acorazados-, y dijo: El rostro del almirante. La mitad de mí está enamorada de él, y la otra mitad quisiera ser él.
Hábleme de su impulso de viajar.
Cuando era pequeño, los barcos me fascinaban, quería ver adónde iban. Pero el viajar en realidad empezó con el ejército y la guerra. Así comenzó todo. A los 17 años ya estaba en el ejército, y el ejército me hizo viajar, todo un Grand Tour de uniforme: Italia, Egipto, Palestina, Malta, Austria. Era oficial de inteligencia en mi regimiento y tenía que observar y escribir informes. Luego llegó el periodismo, como corresponsal seguí viajando -recorrí el mundo- y escribiendo no ficción. No tengo ninguna filosofía del viaje como algunos colegas escritores. Viajar es simplemente parte de mi vida, como respirar. Es un gran placer, uno de los mayores. Pero siempre escribo, no viajo sin escribir.
¿No hay algo más?
¿Metafísico? No. No era un deseo de escapar, si se refiere a eso. Aunque con el tiempo he pensado que quizá mi vocación viajera, ese incesante vagabundeo, tenga que ver con un afán de búsqueda, mi aspiración a la unidad, a la totalidad de mí misma.
¿Cómo se hizo escritora?
Creo que siempre lo he sido. Después de dos décadas de periodismo empecé a escribir libros. Llegó de una manera natural. He pasado la vida mirando cosas y observando su efecto en mí. Y he dedicado lo mejor de mí a escribir libros.
Sus libros son maravillosos. Capturan el alma de los lugares con una mezcla de sensibilidad, experiencia personal, visión periodística para el detalle y profundidad histórica, sin olvidar el humor. Lo que dice de Venecia, Trieste, Nueva York... pero también de Ayers Rock, de Marienbad... es inteligente y hermoso.
Mis mejores libros son más históricos que topográficos. Trato de describir el detalle, pero a la vez ofrecer una visión impresionista, general, del lugar.
Sus dos preciosas novelas sobre Hav, esa ciudad que ha inventado y que es todas las ciudades que usted ama, con su leyenda del trompetero, su torre china inspirada en los preceptos del 'feng shui', las supuestas visitas de Marco Polo, Napier, Nijinski y Hitler, hacen pensar en Calvino y en Ursula K. Leguin.
¿De verdad? Admiro a Calvino, no había pensado en la relación con Las ciudades invisibles.
Colin Thubron, el autor de 'En Siberia', dice que hay que viajar solo.
Completamente de acuerdo. Has de ser totalmente egoísta y cultivar una suerte de indolencia útil. La mejor forma de relacionarse con un lugar es deambular, sola, con las antenas desplegadas.
Ha dicho usted que es más fácil viajar como mujer, debe saberlo.
Mucho más fácil. Las mujeres de todo el mundo te ayudan, son más solidarias. Una mujer despierta menos recelos en cualquier sitio.
Ha regresado a los lugares que visitó.
Me gusta volver, aunque a veces te llevas una gran decepción. La frescura ha desaparecido. Ahora he tenido problemas para escribir otra vez sobre Oxford, uno de mis lugares favoritos.
Quizá no sea culpa del lugar, quizá era nuestra propia juventud lo que nos enamoraba de los sitios, como decía Conrad.
Tiene que ver con la edad, sí, pero no sólo. He estado en Nueva York cada año desde hace 50 y nunca he tenido problema para escribir con frescura de la ciudad. Es parte del lugar también.
¿Cuál es su lugar favorito?
Venecia. Es una obra de arte. Mi actitud va cambiando hacia ella. Me gusta su melancolía, lo que tiene de imperio perdido. Es incluso epítome de eso, no creo que sea sólo una ciudad. Cuando reemplazaron los caballos de San Marcos por copias me pareció que la magia se iba ?además, los nuevos los situaron mal, con una orientación diferente, mirándose entre ellos?. Pero no tardé en descubrir que Venecia, llena de turistas, era bella de otra manera, una eficiente máquina comercial, lo que, si se piensa bien, no está tan alejado de lo que siempre fue. Trieste me emociona quizá más, pero es más árida. Venecia está plena de imágenes para cristalizar.
¿Y el lugar que menos le ha gustado?
Indianápolis. Tampoco me gusta mucho París.
Uno de sus libros de viajes, 'Spain', está dedicado a España.
Viajamos por todo el país Elizabeth y yo en 1964, en una camioneta VW. Llevábamos a nuestro hijo Mark. En algunos sitios nunca habían visto un niño tan rubio y le llamaban «el ángel», nos facilitó mucho la comunicación. Mi hijo Henry vive ahora en España.
No tiene una gran opinión de Barcelona.
Me parece que hay algo duro en ella, poco humano. Y no me gusta Gaudí. En Barcelona, por cierto, me encontré en la calle con Margaret Thatcher, imagínese.
¿Es fetichista?, de los lugares quiero decir.
¿Si me traigo cosas? No me lo puedo permitir, tengo la casa muy llena, como ve. Sí lo soy de los libros firmados, me emociona poseer algo que ha pasado por las manos del autor.
Sorprende, precisamente en usted, el interés por lo militar.
Me gusta la estética y las cualidades militares, la amistad, el sentido del honor. Por supuesto, no la violencia, soy una suerte de pacifista-anarquista. No lo pasé mal en el ejército, conservo amigos.
Su regimiento era muy 'chic'.
Más el de mi hermano: estuvo en el 21º de lanceros.
El de la carga en Omdurman.
Sí, pero después.
Todos esos barcos de la casa, los de las vigas, el junco chino, los pesqueros, el catamarán cingalés, el acorazado... ¿Significan los barcos para usted algo especial?
Le explicaré una cosa que escribo en mi libro póstumo. Me veo a mí misma como una alegoría de tres barcos que dominaron mi juventud. Tres transatlánticos. El Normandie, bello y femenino, una nave coqueta y consciente de sí misma. El Queen Mary, aburrido pero sólido. Y el United States, fuerte, rápido, brillante. La gracia del Normandie, lo bien hecho y británico del Queen Mary, la fuerza, digna de un buque de guerra, del United States.
¿Cómo conjuga su cosmopolitismo de impenitente viajera con su hondo nacionalismo galés, su amor a Cymru (Gales)?
Lo vivo como un privilegio. Soy muy afortunada por tener ambos sentimientos. Necesito viajar, pero a la vez, a menudo me enfermo de añoranza por mi país, Gales. Mi pie izquierdo es viajero, y el derecho lo tengo bien arraigado en la tierra oscura y húmeda.
Es hora de ir a comer. Jan Morris declina como un absurdo la idea de llevarla y decide que iremos en su propio coche (!). No tranquiliza que recuerde que hace poco la pararon por exceso de velocidad. Conduce por un paisaje tan victoriano que hasta tiene cisnes. Durante el trayecto, uno puede observarla a conciencia y viene a la cabeza aquella confianza suya de que un día saldría del detestado cuerpo de hombre, su crisálida, si no convertida en mariposa, al menos transformada en una presentable polilla.
Llegamos a un extravagante lugar llamado Portmeirion, junto al mar. La gente que la conoce la trata con absoluta naturalidad. Durante la comida -ella elige y prueba el vino-, su conversación está llena de observaciones interesantes. Del edificio de Foster en Hong Kong (uno de los mejores libros de Morris es el dedicado a la ciudad -Penguin, 1997-), dice que cuando lo miras por el interior desde abajo parece Piranesi. Habla de la caída de Singapur en manos de las tropas de Yamashita. O de Micky Burns, escritor, poeta y comando, pillado por los nazis en el raid de Saint Nazaire y enviado a Colditz, ¡desde donde se graduó en Oxford por correspondencia! -por cierto, poseía un ejemplar de Mein Kampf que le dedicó Hitler cuando era corresponsal de The Times-. Burns era amigo de Bertrand Russell, que, subraya Morris, estuvo aquí, en Portmeirion. Hablamos de Dylan Thomas, y cuando uno se pone estupendo -el vino blanco y tanto castillo y tanto Gales- y recita aquello de Rage, rage against the dying of the Light poniendo voz de Richard Burton, se muestra en desacuerdo: «No me gusta combatir con rabia, en ningún caso, ni ir sin gentileza. Ella prefiere a R. S. Thomas, poeta de Cardiff y clérigo panteísta, al que conoció bien, pues vivía cerca de Trefan Morys y lo veía deambular por los bosques observando pájaros hasta que casi enloqueció. Chatwin surge en la conversación. Eran amigos. «No tanto como se decía, se ensombrece. En un momento de la charla, Morris señala hacia un hotel y dice: «Ahí estuvimos Elizabeth y yo cuando murió nuestra hija de dos meses. Y uno recuerda el conmovedor pasaje en Conundrum en que Jan evoca la muerte de la pequeña Virginia, cómo Morris y su mujer se tendieron en la cama como en el poema de Emily Dickinson y pasaron la noche sin dormir, con las manos entrelazadas, escuchando cantar a un ruiseñor y llorando.
Háblenos de su 'conundrum', su enigma, su interrogante.
Mi naturaleza es la misma. Pero he cambiado porque la percepción de los otros hacia mí es diferente. Como no me tratan igual, cambia mi relación con el mundo. No soy otra persona, aunque algunas cosas se han hecho más suaves, más delicadas, y estoy contenta de que sea así. No sé si esas características diferentes de mi personalidad se deben al cambio o a la edad, si naturalmente habrían llegado igual. Insisto en que yo siempre he sido la misma por dentro. Tras la operación, intrínsecamente no cambié. Mis opiniones y mis amores son los mismos.
¿Le molesta hablar de este tema?
Sinceramente: me aburre. En Estados Unidos, nadie me pregunta. En Gran Bretaña, aún alguien. Para mí es algo ya remoto, antediluviano. Todo lo que tenía que decir lo escribí en Conundrum, hace treinta años. Pero aún la gente, sobre todo los hombres, esperan revelaciones. No deja nunca de sorprenderme la importancia que los hombres conceden al sexo físico.
Me conmovió mucho leer que se hacía algunos reproches; sobre todo, el choque que podía haber causado a otros, supongo que a Elizabeth y a sus hijos.
Pero no me reprocho el cambio, ni por un momento. No había otra manera.
¿Qué es lo que mueve y determina su vida y su trabajo?
Hay una base ética en ambos, creo en la importancia primordial de la bondad. Algo que me parece no una abstracción, sino una energía positiva bien real. La bondad y el amor. Con ellos puedes afrontarlo todo. Y si amas con fuerza, lo haces todo tuyo, las cosas, las ciudades, tu tierra o al almirante Fisher.
De vuelta a casa, Morris, que tiene el hábito de ir silbando bajito, se prepara para las fotos. Desaparece para volver con unos leves toques de maquillaje. La escritora es muy gentil, y se deja retratar gustosamente en el banco del jardín, bajo las rosas silvestres. Según la incidencia de la luz, sus rasgos parecen más o menos femeninos. Morris ha escrito que durante su periodo de ingesta de hormonas, cuando desarrolló pechos y otras características de mujer, pero no la habían librado aún de su parafernalia, sus molestas e inelegantes protuberancias masculinas, se veía como un ser híbrido, una quimera, al bañarse desnuda en su pequeño lago solitario de las Glyders. Ahora, la escritora irradia una extraña y límpida magia: es Titania o la Dama del Lago o aquella legendaria Blodeuwedd. Y se la ve completamente feliz. Así que un cuerpo de hombre puede ser un estorbo, un lastre repulsivo del que librarse... una verdadera lección de humildad para todos nosotros. Cuando sus visitantes se marchan, Morris, la gran viajera, les despide en el jardín, con verdadera pena. Se queda con Elizabeth, con sus fantasmas, sus ciudades amadas y su insondable misterio. Uno siente que ha quedado mucho por decir y se le hace un raro nudo en la garganta. Ya no hay estrechar de manos, el beso es esta vez sin reservas y nos vamos de Trefan Morys colmados de bendiciones, de alguna manera renovados y sin duda diferentes.
'Un mundo escrito', de Jan Morris, está editado en España por RBA.