Copiado de http://www.alpoma.net/tecob/?p=707
Acudiendo al Diccionario de la Real Academia Española, al buscar la palabra `curiosidad´, pueden encontrarse la siguientes definiciones:
Todo esto viene por un tipo con curiosidad desmedida que vivió hace mucho tiempo. Plinio el viejo, coleccionista de todo tipo de informaciones acerca de todo tipo de cosas. Pensé en comenzar a escribir este artículo afirmando que `Plinio era un curioso´… ¡Un momento! Me detuve en seco y pensé ¿cómo definirá el diccionario la palabra `curiosidad´? La verdad, tras leerlo, he quedado un poco descolocado. La idea consistía en atribuir a Plinio el Viejo la cualidad de la curiosidad, pero el diccionario va y me pega una patada porque, las dos primeras definiciones, dan a entender que la curiosidad es algo así como meter las narices donde no te llaman, con tinte algo negativo.
Al poco rato caí en la cuenta de que, precisamente, a Plinio le sucedía eso. Era un apasionado del saber, de la acumulación de datos y… ¡de meter las narices en todo tipo de líos! Al final, perdió la vida por cabezonería curiosa. Ya lo dice el saber popular, “la curiosidad mató al gato”. Cayo Plinio Segundo, al que hoy se conoce como Plinio el Viejo, en contraposición a su sobrino, Plinio el Joven, vivió en el Siglo I y es considerado como un precursor del enciclopedismo y de la ciencia, salvando las naturales distancias que los abismos del tiempo imponen. Lo de la curiosidad no es baladí, leyendo los relatos que han llegado hasta nosostros sobre la vida de Plinio, se observa que era esa cualidad -¿o defecto?- lo que sirvió de argumento a su vida.
Como buen ciudadano imperial, tras estudiar en Roma, inició una interesante carrera militar que ya nunca abandonaría del todo. Ascendió hasta llegar a ser comandante de caballería y, más tarde, ocupó diversos cargos civiles y militares. Pero eso sólo era un empleo porque, aunque lo militar le interesaba mucho, lo que de verdad tenía de valioso el poder disponer de aquellos cargos era la posibilidad de enterarse de “cosas”. Veamos, allá donde estaba, escuchaba, observaba, comentaba y anotaba. Militares, senadores, terratenientes, gente del pueblo, daba igual, el caso era enterarse de todo. Así, aprovechando la inmensa base de datos que acumulaba, empezó a escribir. Claro, no era monotemático, Plinio redactó desde manuales de caballería hasta tratados de historia, un número considerable de obras que hoy, lamentablemente, se han perdido en su mayoría, quedando sólo un único recuerdo de las mismas en los listados de sus títulos, citados por otros autores posteriores.
Plinio venía de familia acomodada, era un caballero, con lo que su curiosidad innata no encontró muchos obstáculos para localizar alimento. Podía acceder prácticamente a cualquier sitio y a cualquier persona, incluso al emperador. Ahora bien, hay algo que diferencia a Plinio del resto de intelectuales o sabios de la Roma antigua. Mientras que la mayoría de aquellos sólo se interesaron por lo que ahora llamaríamos “letras”, a Plinio le interesaba todo, absolutamente todo. Estudió retórica, poesía, leyes, filosofía y… botánica, astronomía, arquitectura. De todo aprendía y de todo escribía. Lo interesante, además, es que lo hacía bastante bien.
Durante la campaña de Germania bajo el mando de Córbulo, ayudó a diseñar un canal entre el Rin y el Mosa, además de pasar los ratos libres escribiento un manual práctico de combate a caballo del que ya sólo queda un lejano recuerdo. Se interesó por las lenguas locales y las costumbres de los pobladores de las regiones por las que viajaba. Mientras Nerón gobernó, permaneció en Roma, donde publicó una magna obra en veinte libros dedicada a la historia de las guerras en Germania. Entre libros, papeles y cargos públicos, destinado por el emperador Vespasiano a diversas regiones del Imperio, recopiló toda una colección de “fichas” donde anotaba todo lo que le interesaba de manera ordenada. Trabajó como alto funcionario en la Galia, en Hispania y en África, aprendiendo lo que pudo sobre los gobiernos locales, la agricultura, la industria y la minería. Podría decirse que era como una esponja que siempre estaba dispuesta para absorber más datos, anotándolos de manera compulsiva.
De vuelta a Roma, tras bastantes años sirviendo a los intereses del Imperio, decidió “retirarse” a estudiar. De esa forma, empezó a redactar libros, todo tipo de volúmenes, sin parar. Escribió una especie de historia de su época con más de treinta tomos y, por supuesto, se dedicó con tesón a lo que es considerada su mejor obra, la inmensa Historia Natural, toda una “enciclopedia” que pretendía abarcar absolutamente todo el saber de la época.
Imaginemos a Plinio viajando con sus subordinados, la escolta… Cierto día, en un momento de asueto, estando el polígrafo pensando en sus cosas, descansando en un palacio de la Hispania Tarraconense, rodeado de los baúles que lo acompañaban a todas partes, repletos de fichas y anotaciones de todo tipo, entra en la estancia el legado Larcio Licinio. La conversación entre Larcio y Plinio tuvo que ser apasionante. El legado intenta convencer a Plinio para que le venda los miles de papeles que acumula en los baúles. El sabio responde negativamente. Larcio ofrece dinero, más dinero, mucho más dinero… llegando a cifras millonarias, pero nada, Plinio no movió ficha, los baúles continuaron con él durante el resto de su vida1.
Precisamente, es Larcio Licinio el protagonista de una de aquellas “fichas”, referida a las enigmáticas Fuentes Tamáricas 2?, cuando afirma que…
Mala suerte la de Larcio que, ni logró comprar las “fichas” ni sobrevivió a la “maldición” de las enigmáticas fuentes. A Plinio le hubiera gustado dedicarse al estudio por el tiempo que le restaba de vida, pero el emperador tenía otros planes. Vespasiano lo nombró prefecto de la flota imperial en Miseo, el imponente puerto de guerra donde tenía sede la mejor flota del mundo antiguo. Ése era uno de los inconvenientes de ser un magnífico organizador, siempre era requerido para cargos importantes. Plinio se lo tomó como una oportunidad para aprender más cosas. Lo que no imaginó fue que al poco tiempo, el 24 de agosto del año 79, el Vesubio entraría en erupción y sepultaría violentamente a las ciudades de Pompeya y Herculano. La lógica y el deseo de supervivencia dictan que lo mejor es mantenerse lejos de catástrofes de ese tamaño. Pero no, cuando todos huían, Plinio decidió tomar varios barcos de guerra e ir a ver “qué pasaba”. Tenía que enterarse de primera mano, anotarlo todo, estudiar la erupción. Llegó con sus galeras a las costas napolitanas y ordenó socorrer a las asustadas gentes, muchos de ellos conocidos de Plinio, que esperaban en los muelles. Todos escapaban del infierno, el cielo era pura tiniebla, caían cenizas y rocas candentes, el aire casi era irrespirable, pero Plinio decidió quedarse y, claro está, murió de asfixia.
En una de las cartas que nos han llegado de entre las que redactó Plinio el Joven, heredero de su tío el “viejo”, narra a Tácito cómo fueron aquellas horas finales del polígrafo enfermo de curiosidad, una lectura que recomiendo a todo aquel que desee “rememorar” aquellos trágicos momentos, eso sí, ambientando en lo posible la estancia, con algún efluvio sulfuroso y luz a medio gas4.
___
1 Según Plinio el Joven, tal y como relata en su Epistulae III, 5, 7–18, Larcio llegó a ofrecer más de cuatrocientos mil sestercios a Plinio por sus “apuntes”, una cifra mareante.
2 Véase sobre este tema Buscando las Fuentes Tamáricas, artículo que publiqué en Revista de Arqueología del Siglo XXI, Año XXIII – Nº 266. Junio 2003.
3 Plinio el Viejo. Historia Natural, XXXI, 3.
4 Puede leerse esta carta, en traducción de Julián González Fernández extraída del volumen 344 de la Editorial Gredos, Cartas, de Plinio el Joven, en el Blog de Filología Clásica.